Hay lunes que una se levanta con resaca de tristeza tras un fin de semana desolado. Afortunadamente, son muy pocos lunes.
Hace tiempo aprendí a disfrutar del día a día sin esperar a que llegara el fin de semana. Sin embargo, llega ese fin de semana en el que pasan cosas y te das cuenta de que tu vida... en fin, de que tu vida no es lo que esperabas. Suceden cosas aparentemente inocuas pero que señalan intensamente la flaqueza de una misma. Y ante esto pueden pasar dos cosas: 1) continúas tu vida como si nada, 2) haces frente como si te fuera la vida en ello (que de hecho es así).
Un día cualquiera de un fin de semana cualquiera descubres que no pintas nada en tu vida, que nada de lo que tienes o haces te satisface. ¿Se puede ser más pobre en esta vida? Los amigos se perdieron en algún momento que ya ni recuerdas, el trabajo es precario y no acaba de cubrir los sueños de cuando, mirando hacia atrás, te permitías soñar; y el ocio cada vez llena menos. Es uno de esos días que mires donde mires todo está apagado y gris. Y es en este momento que el pánico te agarra con fuerza, te vapulea y te paraliza.
Es uno de esos días extraños en los que no sabes expresar lo que sientes y sientes como si tu vida fuera una cárcel, con los barrotes firmes delante de tus narices, marcando una separación evidente entre el mundo y tú. Así me siento: incapaz de expresar con exactitud la opresión de estos momentos, preguntándome si de todas formas alguien le prestaría atención o volvería a ser una de esas cosas que explicas que no tiene sentido para nadie. Soledad y un vacío infinitos.
Y ese fin de semana se acaba, y llega el lunes, cuando todo ha pasado, y me despierto con una resaca de tristeza enorme. Me pregunto ¿qué se debe hacer en estos casos? La respuesta es sencilla y compleja a la vez: levantarse, y empezar de cero.
Me gustaría reír, como cuando tenía 19 años. Reír sin parar y sentir que la risa me doblega. Era feliz. Y sé que ahora no lo soy; es algo que no puedo negarme por más tiempo. Y despierto tal como me dormí: preguntándome qué cosas pueden devolverme la risa, qué cosas me apetece realmente hacer aunque no estén programadas en mi agenda. Y no se me ocurre nada. Desesperación.
Es en estos momentos cuando hecho más de menos a mi padre, que siempre tenía una sonrisa honesta en el rostro. Me gustaría poder hablar con él y contarle lo que siento, y que me hablara desde su experiencia más sentida y me diera alguna pista. Estoy perdida y no sé qué rumbo coger. Me doy cuenta de que voy con el automático puesto en la vida, cumpliendo obligación tras obligación incluso en mi tiempo libre. Una vida programada tras un calendario para ocupar el tiempo y no dejar espacio a pensar, no fuera que me diera cuenta de que hacía tiempo había regalado mi vida.
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Ciertamente, hay lunes que una se levanta con resaca de tristeza tras un fin de semana desolado. Aunque bien mirado...